NO TENGO POR QUÉ MIERDA SENTIRME SIEMPRE CULPABLE POR TODO, TODO, TODO LO QUE PASA.
NO, NO TENGO. NO ES MI PUTA CULPA. NO LO ES.
CÁLLATE ESTÚPIDO CEREBRO. CALLATE, CALLATE, CALLATE.
AGH LA MIERDA.
Soy estúpida, gracias.
domingo, 30 de septiembre de 2012
Un paso detrás de otro sus pies se balanceaban al compás de su corazón. Golpeaban el suelo de tal manera que podrían haber machacado uvas para servirle el vino al día siguiente -o en cincuenta años más. Sus zapatillas negras se quejaban del apuro y del áspero alfalto. No había descanso. Las suelas gastadas, la lona desteñida, los cordones desatados cada veinte minutos. Todo era un juego zigzagueante. Un oleaje de placeres y temores. Sus pies se movían tensos y seguros, uno detrás de otro. Bailaban tango, o algo parecido. Acariciaban el viento y zapateaban al andar.
No había rumbo, nunca lo había.
Las hebras de su cabello se abrían paso justo cuando empieza su cara. Un flequillo delicadamente cortado con navaja nueva que dejaban ver sus pupilas y sus enormes ojos verdes. Verde pasto, verde musgo, verde tulipán, verde cielo, verde... verde. Verde. Las margaritas en sus mejillas y sus pecas distraían de los frenillos que se entrelazaban con sus dientes. Las puntas perfectamente cortadas rozaban sus hombros y se columpiaban al andar, ondeaban al girar y brillaban incandescentemente con la luna.
Sus caderas diminutas ondeaban profundas en su caminar. Viajaban en cada vuelta. Iban y venían en fracciones de segundo. Hacían que su espalda se viera tan pequeña y larga como era.
El camino que se hacía en medio de su espalda suave. El relieve del sendero eran una a una sus vértebras sobresalientes. Y en lo alto, justo detrás de la punta de su cabello había una pequeña luna, minúscula luna menguante que contenía sus ideas, emociones y angustias.
Sus pies, su cabello, sus caderas, sus vértebras y su luna andaban en línea recta, sin rumbo, con ritmo atópico e ininterrumpido.
Su cara lucía una coma, una línea delicada entre sus cejas. Era el sol y los mil pensamientos que rondaban su cabeza. Las ganas de amarrarla a las vías del tren y matarla, quizás.
----o----
Su ritmo incesante me ponía nerviosa. Lo odio terriblemente. Siempre termino por ver su espalda alejarse. Siempre termino por vociferar su nombre rogando que de la vuelta o al menos que pare. Preferiría que pare porque su cara siempre evoca un "te odio" que no quiero imaginarme. Siempre veo sus pies golpear la tierra tan fuerte, sus manos caer a los costados y su espalda... su triste y solitaria espalda.
Podría quedarme mil veces mirándola ir. Ver como bailan sus piés, como danza su melena brillante que deja, a veces, ver un poquito de su luna, nuestra luna. Veo cómo sus vértebras se acomodan en cada paso, como sus caderas ondean complacientes un poco más abajo de la mitad de su cuerpo. Podría quedarme mirando en cámara lenta como me ignora y se va, pero no puedo. No soporto ver cómo esa cintura se aleja sin mis manos al rededor. Ni ver su cara odiándome sin una caricia. Ni sus labios sin un beso.
Cuando la distancia fue la menos próxima soportable mis pies sin acusar permiso comenzaron a caminar tras ella. Mi voz gritaba su nombre, pero ella no hacía nada, quizás nunca estuve gritando. Mis rodillas, con todo el peso encima, se movieron rápido y terminamos, yo y mo cuerpo, por comenzar un trote lento. En cinco segundo me encontraba a un solo paso de ella, mientras ella seguía ignorándome. En mi imaginación vi cómo mis manos recorrían su circular y perfecta cintura y en un movimiento táctico y casi armónico se da vuelta para gritarme. Yo la beso sin escucharla, sin escucharme tampoco. Cierro sus labios con los mios de la más húmeda y tierna manera que conozco. Pero no pude, se me había arrancado un paso más allá en lo que me demoré en crear este lindo final en mi cabeza. Dije su nombre una vez más y esta vez me aseguré de que fuera en voz alta, bien alta. Pero nada. Pasos. Pasos. Pasos.
Recuperé el aliento y me quedé viéndola. Su espalda, sus caderas, su luna, nuestra luna. La vi ir esperando que volviera. La vi marchar camino al infinito. Y yo decidí esperarla. Me senté sobre en el asfalto tibio hasta que cayó el sol. La luna me contó que había llegado bien, pero que todavía no se acordaba de mi. Los perros me contaron que comió jalea en la noche y se tomó un té. Que se quedó dormida en el living y con el televisor encendido. A las 12 le pregunté al sol si ya había despertado, pero ella no le había dejado entrar en la casa.
Yo la sigo esperando. Sé que estaré cuando vuelva, así pase un siglo, o uno y medio. Sé que estaré cuando vuelva. Porque no importa cuántas veces se marche mostrándome su espalda. Su sonrisa es mucho más encantadora.
No había rumbo, nunca lo había.
Las hebras de su cabello se abrían paso justo cuando empieza su cara. Un flequillo delicadamente cortado con navaja nueva que dejaban ver sus pupilas y sus enormes ojos verdes. Verde pasto, verde musgo, verde tulipán, verde cielo, verde... verde. Verde. Las margaritas en sus mejillas y sus pecas distraían de los frenillos que se entrelazaban con sus dientes. Las puntas perfectamente cortadas rozaban sus hombros y se columpiaban al andar, ondeaban al girar y brillaban incandescentemente con la luna.
Sus caderas diminutas ondeaban profundas en su caminar. Viajaban en cada vuelta. Iban y venían en fracciones de segundo. Hacían que su espalda se viera tan pequeña y larga como era.
El camino que se hacía en medio de su espalda suave. El relieve del sendero eran una a una sus vértebras sobresalientes. Y en lo alto, justo detrás de la punta de su cabello había una pequeña luna, minúscula luna menguante que contenía sus ideas, emociones y angustias.
Sus pies, su cabello, sus caderas, sus vértebras y su luna andaban en línea recta, sin rumbo, con ritmo atópico e ininterrumpido.
Su cara lucía una coma, una línea delicada entre sus cejas. Era el sol y los mil pensamientos que rondaban su cabeza. Las ganas de amarrarla a las vías del tren y matarla, quizás.
----o----
Su ritmo incesante me ponía nerviosa. Lo odio terriblemente. Siempre termino por ver su espalda alejarse. Siempre termino por vociferar su nombre rogando que de la vuelta o al menos que pare. Preferiría que pare porque su cara siempre evoca un "te odio" que no quiero imaginarme. Siempre veo sus pies golpear la tierra tan fuerte, sus manos caer a los costados y su espalda... su triste y solitaria espalda.
Podría quedarme mil veces mirándola ir. Ver como bailan sus piés, como danza su melena brillante que deja, a veces, ver un poquito de su luna, nuestra luna. Veo cómo sus vértebras se acomodan en cada paso, como sus caderas ondean complacientes un poco más abajo de la mitad de su cuerpo. Podría quedarme mirando en cámara lenta como me ignora y se va, pero no puedo. No soporto ver cómo esa cintura se aleja sin mis manos al rededor. Ni ver su cara odiándome sin una caricia. Ni sus labios sin un beso.
Cuando la distancia fue la menos próxima soportable mis pies sin acusar permiso comenzaron a caminar tras ella. Mi voz gritaba su nombre, pero ella no hacía nada, quizás nunca estuve gritando. Mis rodillas, con todo el peso encima, se movieron rápido y terminamos, yo y mo cuerpo, por comenzar un trote lento. En cinco segundo me encontraba a un solo paso de ella, mientras ella seguía ignorándome. En mi imaginación vi cómo mis manos recorrían su circular y perfecta cintura y en un movimiento táctico y casi armónico se da vuelta para gritarme. Yo la beso sin escucharla, sin escucharme tampoco. Cierro sus labios con los mios de la más húmeda y tierna manera que conozco. Pero no pude, se me había arrancado un paso más allá en lo que me demoré en crear este lindo final en mi cabeza. Dije su nombre una vez más y esta vez me aseguré de que fuera en voz alta, bien alta. Pero nada. Pasos. Pasos. Pasos.
Recuperé el aliento y me quedé viéndola. Su espalda, sus caderas, su luna, nuestra luna. La vi ir esperando que volviera. La vi marchar camino al infinito. Y yo decidí esperarla. Me senté sobre en el asfalto tibio hasta que cayó el sol. La luna me contó que había llegado bien, pero que todavía no se acordaba de mi. Los perros me contaron que comió jalea en la noche y se tomó un té. Que se quedó dormida en el living y con el televisor encendido. A las 12 le pregunté al sol si ya había despertado, pero ella no le había dejado entrar en la casa.
Yo la sigo esperando. Sé que estaré cuando vuelva, así pase un siglo, o uno y medio. Sé que estaré cuando vuelva. Porque no importa cuántas veces se marche mostrándome su espalda. Su sonrisa es mucho más encantadora.
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