Él nació en un pequeño pueblo, de una pequeña isla escondida tras un gran meridiano en el mapa mundi.
Ese día tembló tan fuerte que la pequeña isla podía verse junto a la negra línea.
Aprendió a caminar cuando tenía cinco meses de edad. Se subía en una silla a mirar por el balcón las pequeñas luces que se veían en la lejanía. Solía pensar que ahí estaba NuncaJamás.
Un día descubrío que bajo su almohada vivían unos pececitos y que ellos eran los narradores de sus sueños. Desde ese día ya no duerme, él prefiere escuchar los sueños e imaginarlos mientras las dos vocecillas resuenan en sus oídos.
Cuando tenía tres años y tres cuartos de edad se intoxicó con un chocolate que encontro bajo la mesa. Comío toda una semana distintos tipos de fideos, entre esos las letritas que hacían sus almuerzos mucho más interesantes. Escribía (sí, había aprendido a escribir con los clasificados del diario) en todo el rededor del plato historias deslumbrante, donde hadas duendes y estrellas conocen un mundo de nubes de colores y esponjosos arcoíris. Luego se comía sus historias y al día siguiente empezaba con otra. Sus hermanos tiene la teoría de que comió tantas letritas cuando era pequeño que es por eso que le gusta tanto hablar.
Un día salió a pasear y se encontro con un duende vestido de verde que recolectaba tréboles ocultos en los campos de trigo. El duende se asustó tanto que pisó uno de sus preciados tréboles. Juan prometió ayudarle e hicieron una apuesta: el primero que encontraba el trébol de la suerte tenía una moneda de oro. Claro que siempre que está Juan todos los tréboles tienen cuatro hojas, y todos los arocíris tienen olla de oro al final.
Juan estaba triste un día porque recordó las noches en el balcón mirando las pequeñas luces parpadear, y ese mismo día pensó que sería bueno llegar un día a NuncaJamás.
Se hizo un gran barco con papel de diario y pegamento, le puso una pequeña vela y un timón. Con una brújula y el mapa que había dibujado cuando tenía siete meses, estaba listo para su viaje.
Zarpó un día nublado de diciembre. Tenía en su bolsillo cuatro monedas de oro, las que el enano había prometido por los tréboles y en el puerto de Chiloé las cambió por lana gruesa de muchos colores. Pasaban los días y tejió una bufanda, unos guantes y dos chalecos para abrigarse. La lana no alcanzó para el gorrito, por lo que gastó otra moneda en comprar un gorrito, calcetas, polainas y frazadas.
Juan con suerte perdió su brújula en una tormenta, pero nada le impediría llegar a NuncaJamás. Preguntó en las estrellas por indicaciones y una brillante y sonriente le preguntó si podían ir juntos. La Luna alumbraba la estela que iba dejando su barquito, mientras todos sonrientes pensaban que Juan tenía tanta, tanta suerte que NuncaJamás nunca estaría realmente tan lejos de él.
El barco de Juan se deshizo con los meses, pero nada impediría su llegada. Montado sobre la estrella, Juan casi rozaba con la nariz las pequeñas luces titilantes del horizonte, pero nunca tan cerca (y nunca tan lejos).
Los peces de su almohada se habían escabullido bajo su equipaje, no querían arrancar al mar... solo querían conocer a Campanita y volar con sus polvos de hada.
Juan con suerte se quedó dormido una noche y dejó el viaje en manos de la estrella sonriente. La estrella confundida se perdió y olvidó el camino, por lo que improvisó casi todo el recorrido en zig-zag que realizó.
Para la suerte de Juan, cuando despertó y abrió los ojos, Peter y los niños perdidos lo esperaban a almorzar con un exquisito banquete de bienvenida. Cuando Juan miró su nuevo horizonte, volvió a ver las pequeñas lucecitas y descubrió que NuncaJamás no está tan lejos como solía creer, sino que siempre está mucho más cerca. En un rincón junto al corazón, él había escondido su propio NuncaJamás con un Peter más alegre y encantador.
Buenas noches los pastores. Nos vemos mañana a las 8 (:
(1.49 am)
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